Al fin era día viernes. Sólo unas horas más y se acababa la semana laboral. Como cada mañana encendió el calefón situado sobre el lavaplatos de su estrecha cocina y preparó su gastado y maloliente terno. Se dio una ducha corta, pues para variar estaba atrasado y porque además el cartero había tocado el timbre insistentemente.
Con el cuerpo mojado apagó el calefón a medias y sacó 200 pesos que le dio al hombre, quien con una sonrisa le entregó un delgado sobre azul y luego desapareció en bicicleta.
Entró en la cocina y con un cuchillo lleno de mantequilla abrió el sobre. Estaba despedido. Sin más palabras, sin cifras, sin siquiera una explicación. No supo cuánto tiempo pasó desde que se quedó mirando fijo aquel papel, pero fue el suficiente para varios café y maldiciones a su jefe; a la secretaria que siempre se le insinuó pero que nunca se tiró por cobarde. Tiempo suficiente para que el amanecer diera paso a un sol que volvía todo más denso. No se dio cuenta cuando el aire espeso lo llevó al mareo, al sueño y luego al desmayo.
Horas más tarde volvió el cartero. Se había equivocado de domicilio y venía en busca de la carta de despido. Nadie respondió a su llamado y sólo vio el cuerpo del hombre recostado, aparentemente dormido. Se fue rápido eso sí, porque el olor a gas no era de sus favoritos.
#pantostado
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